La decisión del presidente Javier Milei de frenar la aplicación de una ley votada por el Congreso para garantizar derechos a personas con discapacidad y fortalecer la salud infantil —con el argumento de que “no hay recursos asignados”—, contrasta brutalmente con su rápida resolución de eliminar por 30 días las retenciones a las exportaciones agrarias, una medida que se firmó y ejecutó en apenas 24 horas.
Lejos de ser un problema de disponibilidad presupuestaria, esta contradicción revela el verdadero motor de su política: una definición ideológica y de poder, que prioriza a los sectores más concentrados de la economía por sobre los derechos básicos de los más vulnerables.
Es importante aclarar dos puntos clave para entender la dimensión de esta decisión:
- Los beneficiarios no son “el campo” en general. La narrativa oficial intenta presentar la medida como un alivio para pequeños y medianos productores. Pero la eliminación de retenciones impacta casi exclusivamente en cuatro grandes cerealeras multinacionales, extranjeras y multimillonarias, que concentran el grueso de las exportaciones de granos. No se trata de chacareros de la pampa húmeda, sino de corporaciones que ya operan con altísimas ganancias en el mercado global.
- El costo fiscal de esta decisión es igual o mayor al que implicaría cumplir la ley de discapacidad y salud infantil. En otras palabras, el dinero existe: simplemente se decide destinarlo a los más ricos en lugar de a quienes más lo necesitan. El Gobierno justifica el ajuste para los sectores populares con el argumento del déficit, pero al mismo tiempo renuncia voluntariamente a recursos millonarios para favorecer a corporaciones que ni siquiera tributan en el país.
Esta política de prioridades revela un problema más profundo. En su afán por construir alianzas electorales que le permitan sumar algunos puntos en las próximas elecciones, el gobierno está dispuesto a tomar niveles de endeudamiento histórico, imposibles de sostener a futuro, para evitar que la economía colapse en el corto plazo. Lejos de demostrar fortaleza, esta dinámica expone el fracaso de un plan económico que depende permanentemente del crédito externo y de ingresos extraordinarios para no explotar.
El resultado es una economía real cada vez más débil: crece la desocupación, se multiplica la precarización laboral en todas sus formas (multiempleo, informalidad, salarios a la baja), y cierran empresas que no soportan la recesión. No es el camino hacia la estabilidad; es una huida hacia adelante.
Uno de los principales argumentos del oficialismo es la caída de la inflación mensual, presentada como un éxito que justifica los sacrificios actuales. Pero este dato, lejos de ser una señal de recuperación, es la otra cara del mismo modelo que destruye el poder adquisitivo, frena el consumo y paraliza la economía. La baja de precios no es el preludio de una mejora futura: es el costo permanente del esquema libertario. Sucede porque la gente compra menos, porque las empresas producen menos, porque el salario real se desploma y porque el ajuste recorta la circulación de dinero. No es un problema que se “acomodará” cuando la inflación se estabilice; es el corazón de un plan que necesita empobrecer para sostenerse.
La elección que hace este gobierno es clara y deliberada. No es economía, es política. Cuando se recortan derechos mientras se alivian cargas a los más poderosos, cuando se prioriza el endeudamiento por sobre la producción nacional, lo que está en juego no es una planilla de Excel: es el modelo de país.
Un modelo que prefiere enriquecer a unos pocos y endeudar a todos, antes que garantizar que cada chico tenga salud y cada persona con discapacidad pueda vivir con dignidad.
Poner un freno en las urnas para defender la democracia social
Frente a este modelo de desintegración social y endeudamiento sistemático, la sociedad argentina cuenta con una herramienta democrática que no puede subestimarse: las próximas elecciones de medio término.
El camino iniciado con las últimas leyes aprobadas en el Congreso y los vetos rechazados demuestra que los legisladores pueden y deben actuar como un límite a los excesos del Poder Ejecutivo, defendiendo derechos y frenando políticas de privilegio que agravan la desigualdad.
El Congreso y la ciudadanía tienen la responsabilidad de marcar el rumbo, para que cuando vuelva a estar en juego la presidencia, en 2027, exista una opción clara de otro modelo de país, capaz de garantizar derechos, desarrollo y una economía que funcione para las mayorías.




