Una deuda que la Ciudad no quiere saldar

En la Ciudad de Buenos Aires, el discurso oficial suele hablar de eficiencia, modernización y cercanía con los vecinos. Sin embargo, detrás de ese relato, el Gobierno porteño mantiene un esquema centralista que niega el espíritu mismo de la Constitución de la Ciudad y del sistema comunal que debería garantizar una gestión más participativa y territorial.

Con un presupuesto multimillonario, que en los últimos años creció muy por encima del promedio nacional, el Ejecutivo porteño elige profundizar una lógica de ajuste y tercerización, en lugar de fortalecer las capacidades locales y los mecanismos de control ciudadano. Las comunas —creadas para acercar el Estado a cada barrio— son tratadas como oficinas decorativas, privadas de competencias reales y de recursos para intervenir donde más se necesita: el espacio público, la limpieza, el mantenimiento, la atención directa de reclamos vecinales.

Mientras los vecinos ven cómo se multiplican los problemas cotidianos —veredas rotas, plazas deterioradas, arbolado sin mantenimiento, alquileres imposibles—, el Gobierno de la Ciudad canaliza esas funciones a través de empresas contratistas y gestores privados, muchas veces con sobreprecios o servicios de baja calidad. Se vacía así el sentido de la descentralización: la participación comunal queda reducida a trámites administrativos, y las decisiones que afectan la vida barrial se toman a espaldas de la gente.

La Comuna 3, que abarca Balvanera y San Cristóbal, es un ejemplo claro de esa contradicción. En una de las zonas más densamente pobladas de la Ciudad, donde conviven sectores medios, trabajadores, estudiantes y jubilados, los problemas urbanos se agravan por la falta de inversión y de planificación de largo plazo. A pesar de contar con comuneros electos por el voto popular, la gestión sigue dependiendo de ministerios y secretarías que deciden desde Uspallata, sin escuchar a quienes viven y trabajan en el territorio.

 

El desafío de fondo es recuperar la autonomía comunal, no como consigna abstracta sino como herramienta concreta de participación democrática y justicia territorial. Porque la verdadera cercanía no se mide en metros de vereda, sino en la capacidad de decidir colectivamente cómo se vive en cada barrio.

Es hora de que la Ciudad deje de gobernarse a través de empresas y comience a hacerlo junto a sus vecinos. Solo así el sistema comunal dejará de ser una promesa vacía y podrá convertirse en lo que fue pensado: una puerta de entrada a una democracia más directa, solidaria y humana.

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