Vivimos en una sociedad atravesada por un cambio profundo en la forma de mirar, sentir y vincularnos. Las generaciones más jóvenes —y buena parte de las que las preceden— se formaron en un ecosistema donde las pantallas reemplazaron a las plazas, los clubes y las mesas familiares. Allí se aprende, se trabaja, se conversa y se sueña. Pero también se moldea una manera de estar en el mundo: una identidad construida desde la exposición constante, la comparación y la competencia por atención.
En ese escenario, la vida social se vuelve más solitaria. Lo común se fragmenta, la comunidad se diluye, y la idea de que “cada uno es su propio proyecto” se transforma en dogma. Crecen así sujetos hiperconectados pero aislados, que desconfían del otro y creen que el éxito o el fracaso dependen solo del mérito personal. Es la ideología del “emprendedor de sí mismo”, que reemplazó al ciudadano solidario y al compañero de camino.
Esa subjetividad tiene consecuencias políticas. Las nuevas formas de participación se vuelven fugaces, emocionales, centradas en causas rápidas o liderazgos momentáneos. La idea de organización —de proceso, de compromiso sostenido— se debilita. En su lugar se impone una mirada competitiva del mundo: la supremacía del mejor, la meritocracia como religión, el sálvese quien pueda como regla moral. Y eso no es casual: el poder económico necesita individuos dispersos, descreídos y encerrados en su propio reflejo.
Pero en los barrios, en los comedores, en las ferias y en las cooperativas late otra historia. Allí donde las pantallas no llegan o no alcanzan, todavía se juntan manos y se cruzan miradas. En cada olla, en cada merendero, en cada vecina que da una mano sin pedir nada a cambio, se sostiene la política de verdad: la que nace del encuentro y de la solidaridad.
Por eso, el desafío de quienes militamos en el territorio no es solo informar o convocar: es reconstruir comunidad. Tender puentes entre generaciones que no se reconocen, devolver confianza donde hay sospecha, poner cuerpo donde hay distancia. Hablar en el lenguaje de quienes crecieron entre pantallas, pero ofrecerles lo que ninguna red puede dar: la experiencia de lo colectivo, de la empatía, del estar con otros para transformar la realidad.
En un mundo que celebra el individualismo, la solidaridad se vuelve el acto más revolucionario. Organizar, acompañar, escuchar, cuidar: esas son hoy las formas más concretas de resistencia. Porque cada gesto de fraternidad es una grieta en el cinismo dominante, una señal de que todavía hay humanidad que no se rinde.
El Papa Francisco lo dice con claridad en Fratelli tutti: nadie se salva solo.
Y si algo puede salvarnos, como pueblo y como sociedad, es volver a creer en los demás.
Contagiémonos de esa tarea.
De la alegría de organizar, de la ternura que une, de la convicción de que hay futuro si lo construimos juntos





