El espejo incómodo de la Argentina que no reacciona

En pocos meses, el oficialismo acumuló episodios que, en otras épocas, habrían sacudido el tablero: la intervención de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) tras la filtración de audios y la denuncia penal por presuntos sobornos en compras de medicamentos, la licitación irregular de pañales en el PAMI con precios por encima de los de mercado, la venta de lugares en listas legislativas, o la presencia de candidatos con prontuarios vinculados al narcotráfico o incluso con causas más graves. Son hechos documentados, con derivaciones judiciales y administrativas concretas, que se suman a un ajuste feroz que multiplica la pobreza y el desempleo.

Lo paradójico es que, lejos de generar una reacción masiva, estos episodios parecen resbalar en la superficie social. Incluso votantes del propio oficialismo los mencionan, pero los justifican como si fuesen un costo inevitable. Y, según marcan las encuestas, La Libertad Avanza se mantiene competitiva para las próximas elecciones, con chances ciertas de triunfar en distritos clave.

 

La pregunta entonces es inevitable: ¿por qué, pese a los escándalos y al ajuste, no aparece una indignación colectiva capaz de cambiar el rumbo? Una primera explicación remite a la economía. La baja acelerada de la inflación —el dato mensual por debajo del 2%— se instaló como el gran logro del gobierno. Una parte de la ciudadanía parece dispuesta a tolerar tropiezos éticos y costos sociales con tal de creer que ese trauma histórico empieza a quedar atrás. Ese relato de éxito, más emocional que técnico, termina eclipsando el deterioro del empleo y el ingreso.

 

Otro elemento es la fragmentación de la oposición. El votante que se siente descontento no encuentra una alternativa clara y cohesionada. Frente a la dispersión de voces, la bronca no se traduce en un canal político único. A esto se suma la fatiga democrática: años de decepciones alimentaron una suerte de tolerancia a la anomalía, en la que la corrupción del presente se relativiza porque la del pasado aún pesa más en la memoria colectiva.

El ecosistema mediático contribuye también a esta anestesia: los grandes medios transmiten versiones antagónicas de los mismos hechos, y cada burbuja informativa refuerza las creencias previas de su público. En ese mar de ruido, los datos duros pierden contundencia. Al mismo tiempo, las instituciones amortiguan los conflictos: la intervención del Congreso frente a algunos vetos presidenciales, o el avance de causas judiciales, generan la sensación de que “alguien controla”, lo que reduce la urgencia de la protesta sostenida.

Ahora bien, si queremos revertir esta pasividad, no alcanza con denunciar. Hace falta traducir cada irregularidad en consecuencias concretas sobre la vida cotidiana: qué significa un aumento de la desocupación en un barrio, cómo impacta un sobreprecio en pañales o medicamentos en los hospitales locales, por qué un ajuste en discapacidad golpea a familias enteras. Esos puentes son los que convierten la macro en algo tangible y movilizador.

El desafío mayor es volver a acercar la política a la sociedad. En lugar de resignarse a la distancia creciente, es tiempo de recuperar lo que alguna vez supimos hacer: abrir las puertas de las sedes barriales, volver a los clubes, a los comedores, a los centros comunitarios, y demostrar en el territorio que la política sirve para resolver problemas reales. Esa proximidad cotidiana no solo reconstruye confianza, también permite detectar temprano las injusticias y organizar la respuesta.

“Volver a lo básico, volver a la básica” no es un eslogan vacío, sino la mejor manera de transformar la indignación dispersa en organización concreta. Allí, en la esquina del barrio, es donde la ética pública puede empezar a reconstruirse. No porque se proclame en un discurso, sino porque la gente comprueba en su propia vida que otra forma de hacer política es posible.

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