Uno de los errores más extendidos a la hora de analizar al gobierno de Javier Milei es suponer que se rige por la lógica clásica del Estado moderno: aquel que recauda impuestos, regula la economía y distribuye recursos para garantizar derechos y corregir desigualdades. Sin embargo, esta mirada parte de una premisa que Milei y su equipo ideológico directamente rechazan. Por eso, para entender la coherencia interna de sus decisiones —aunque se las discuta o combata políticamente— es necesario asumir que opera bajo una concepción completamente distinta del Estado, de la ciudadanía y del vínculo entre ambos.
Desde la perspectiva libertaria que Milei enarbola, el Estado es un ente intrusivo por naturaleza. En esta cosmovisión, toda forma de intervención estatal en la vida de los ciudadanos es vista como una forma de coacción ilegítima. En consecuencia, quien recibe recursos del Estado es considerado, en alguna medida, parte de lo que Milei llama “la casta”, sin importar si se trata de un funcionario político, un jubilado, una persona con discapacidad o un estudiante universitario. Todos ellos comparten, según esta lógica, una relación “parasitaria” con el aparato estatal, porque dependen de fondos públicos que han sido previamente extraídos —a la fuerza, mediante impuestos— del sector “productivo” de la sociedad: los privados.
Del mismo modo, quien tributa es considerado víctima de un robo institucionalizado. Bajo esta mirada, los impuestos no son el instrumento legítimo con el que el Estado financia servicios públicos o redistribuye riqueza, sino una exacción violenta e inmoral sobre la propiedad privada. Por eso, cuando Milei promueve la eliminación o reducción de tributos, no lo hace como parte de un debate técnico sobre el déficit fiscal, sino como un acto de justicia libertaria: devolverle a los ciudadanos lo que nunca debió haber sido tomado por la fuerza.
Aquí radica un punto crucial: en el pensamiento de Milei, no existe la noción de que quitar impuestos sea “desfinanciar al Estado” en términos negativos. Por el contrario, el objetivo es precisamente ese: reducir el Estado hasta su mínima expresión, entendida como apenas un proveedor de funciones básicas de seguridad y justicia. Cualquier otra forma de gasto —en salud, educación, pensiones o desarrollo social— es considerada por definición un gasto deficitario, no sólo en términos contables, sino éticos. En esta cosmovisión, no hay derecho colectivo que justifique la coerción fiscal.
Este marco ideológico, que puede parecer extremo desde la tradición política argentina, es coherente dentro de sí mismo. No se trata de un gobierno que gestiona mal el Estado, sino de un gobierno que busca desmantelarlo. No se trata de errores en el reparto del presupuesto, sino de una negación explícita de que el presupuesto deba utilizarse para redistribuir. Por eso resulta inútil —e incluso confuso— aplicar las herramientas del análisis clásico a decisiones que responden a una lógica filosófica completamente distinta.
Comprender esto no implica compartirlo. De hecho, permite justamente lo contrario: cuestionarlo en sus propios términos, denunciar sus efectos regresivos y señalar sus contradicciones internas. Pero para hacerlo con eficacia, es imprescindible dejar atrás los lentes tradicionales del análisis estatalista. Sólo así será posible construir una crítica política que no se limite al escándalo coyuntural, sino que dispute el sentido profundo del modelo de sociedad que se está intentando imponer.




